jueves, 24 de julio de 2008

¿Por qué joden tanto, carajo?


Hace más de 30 años leí un cuento del extraordinario narrador uruguayo Felisberto Hernández, cuyo nombre no logra capturar mi memoria. Sin embargo recuerdo perfectamente el meollo de la trama: Se trataba de un individuo que subía a un ómnibus atestado de pasajeros y al rato sentía un pinchazo en un hombro. El autor de éste había desaparecido por encanto, dejando en el torrente sanguíneo de nuestro personaje, una misteriosa sustancia. Nuestro hombre, impotente para ubicar al gratuito y desconocido agresor, termina por bajarse en su destino. Minutos después siente la necesidad de expresar algo y ese algo es un anuncio comercial que sale de su boca en forma totalmente involuntaria. Así se pasa horas, convertido en un anuncio publicitario parlante, que va por doquier hablando de las bondades de un conocido producto. Obviamente el desconocido del bus le había inyectado una droga para tal efecto. Y lo había hecho sin su consentimiento, violando todos sus derechos como persona. El cuento me impresionó e imaginé lo terrible que sería el mundo si alguna vez la falta de respeto por la persona llegara a esos extremos. Hoy siento que algunas pesadillas imaginadas por la ficción literaria se convierten en algo cotidiano. Y lo peor de todo es que los estados y las autoridades permanecen a menudo impasibles ante tan monstruosa realidad.
Usted que es un jubilado, duerme la siesta tras el almuerzo. Ha logrado conciliar el sueño, su cuerpo descansa en beneficio de su salud, imágenes de lo más agradables son proyectadas en el cinematógrafo de su mente cuando suena el condenado teléfono de la mesita de noche. Tamaña irrupción podría estar justificada si se tratara de la llamada de un familiar con problemas o de la noticia de que su mujer se sacó la lotería. Pero no, es la grabación con la voz anónima e imbécil de una vendedora o vendedor de servicios extras de telefonía, ya sea llamadas internacionales de oferta o paquetes promocionales de telefonía, cable e internet. Y lo más indignante es que no hay modo de contestarle a una grabadora, de mentarle la madre, por habernos despertado. Y si usted tiene teléfono móvil, el conocido celular, no solo está –dicen algunos científicos- expuesto a radiaciones que podrían a la larga producir cáncer, sino al atropello inaudito de los mensajes malditos con que estas empresas que se zurran en todo, nos interrumpen hasta cuando estamos manejando en la Vía Expresa.
El usuario no puede quejarse ante una grabación, pero cuando llama a un número especialmente asignado para quejas, lo primero que escucha es que la conversación que vendrá entre usted y la operadora será grabada.
No hace mucho ha salido en el Perú un dispositivo legal para impedir que la invasión ilegal de estas empresas y servicios a la intimidad del usuario y ciudadano se concrete. Sin embargo hay que hacer un trámite ante una entidad del Estado. Pero porque miércoles no se prohíbe del todo. ¿A quien le gusta que lo jodan en sus momentos de descanso?
Igualmente se debe prohibir que los alcaldes –hay pocos alcaldes inteligentes- den permisos a 50 ciclistas para que cierren avenidas y perjudiquen a cientos y miles de automovilistas. O a procesiones religiosas, o hasta señoras pitucas que quieren quemar grasa haciéndonos quemar el hígado. La democracia tiene que ver con todo esto, con la imposibilidad de que una empresa o un alcalde hagan uso abusivo de su poder, ignoren los derechos ciudadanos. Y no se quejen luego cuando la gente estalla como un volcán en las protestas sociales. Hay mala energía acumulada en cada una de las víctimas de los cotidianos abusos como los que hemos descrito y que hubieran asombrado al buen y gran Felisberto Hernández.

sábado, 19 de julio de 2008

¡Jebes, ,jebes!


La cultura sexual, todo aquello relativo al sexo, ha experimentado cambios extraordinarios en los últimos 40 años. Aquí y en la Cochinchina, como solían decir nuestros abuelos. Para mí lo que mejor ilustra esta aparatosa transformación de la vida y costumbres sexuales de las últimas décadas es la salida de las catacumbas del popular condón. Recuerdo con absoluta nitidez que siendo un mozalbete de 18 años, allá por 1968, cuando uno se paseaba por las inmediaciones del Parque Universitario, más exactamente de la intersección de la avenida La Colmena y el jirón Azángaro, individuos con sospechoso aspecto de gente al filo de la legalidad, le abordaba a uno y en voz baja le mostraban sobre la palma de la mano, muy solapadamente, casi con ademanes de agente secreto, una cajita de color encendido , al tiempo que anunciaban, con inconfundible acento de los bajos fondos: ¡jebes, jebes!. Era oportunidad pintada de adquirir ese adminículo que una todavía modesta información escolar nos decía que era capaz de protegernos de las enfermedades venéreas, pero sobre todo de la posibilidad de embarazar a una chica. Pero como en esos tiempos de colegios exclusivos para varones y exclusivos para mujeres, no existían condiciones como las actuales para la interacción fluida entre los géneros, eran raros e infrecuentes las relaciones sexuales pre matrimoniales entre enamorados. Rarísimas. Pero uno compraba los profilácticos, que venían de contrabando y eran vendidos de modo clandestino, casi como adquirir una droga, con ese encanto de lo prohibido. Uno podía alardear con la posesión de una de esas cajitas, mostrarlas a los amigos, que daban por sentado que su uso en un futuro inmediato era obvio. Pero no lo era y la cajita con los 3 consabidos jebes terminaba por ajarse, cuartearse, romperse, arruinarse. En algunos casos uno se los regalaba al primo mayor, que ya frecuentaba prostíbulos, para que el condón cumpliera su destino manifiesto. En otros casos los inflaba para jugar una broma a la vecina: los pegaba en su puerta. O simplemente los lanzaba a la acera.
Lo curioso es que cuando uno empezaba a visitar prostíbulos ya no usaba condones. Se había olvidado de todas las recomendaciones del pacato instructor del colegio, y jugaba un poco a la ruleta rusa con los gonococos que por allí andaban.
En los 70s cuando a uno le urgía comprar un preservativo ingresaba a una botica. Si tenía suerte los dependientes era varones y era fácil comprar. Pero a veces el personal era mixto y una señorita lo encaraba a uno, que había estado haciendo tiempo mirando las musarañas: “Y usted que desea, joven”. Y uno se chupaba y contestaba que estaba esperando a un empleado de sexo masculino para hacerle una consulta. “¿Qué consulta?” “Una consulta privada”. A veces la muchacha sonreía, o simplemente dejaba las cosas como estaban.
Como todos los peruanos de mi generación he usado el condón muchas veces, lo que ha tenido un efecto demográfico considerable. Solo recuerdo que una vez en los 80s –y me disculparán los lectores por lo sórdido de la anécdota- me ocurrió un accidente: al terminar la sesión amatoria el profiláctico había desaparecido como por arte de magia. Con la ocasional pareja que me acompañaba busqué por toda la habitación. Levantamos la ropa de cama, movimos el box spring, en cuclillas revisamos cada loseta del baño, hurgamos hasta en cajones, que nada tendrían que ver en este percance. Es cosa, del Diablo, coincidimos ella y yo, siempre el Cachudo esconde las cosas de forma tal que éstas nos están mirando y no nos damos cuenta. Pero pronto se nos agotó la paciencia y al Diablo con el Diablo. El condón no podía estar en otra parte que en lo más íntimo de la anatomía femenina. Me convertí por unos minutos en un improvisado ginecólogo y al fin hallé el escurridizo preservativo. Lo alcé triunfante frente a la chica, que indignada me espetó: ¡Idiota¡. Gajes del oficio.
Hace poco, en el nuevo siglo fui a comprar un profiláctico al “market” de una estación de gasolina, que allí también los venden y de muchas marcas, colores, sabores y características de lo más graciosas. La joven que atendía me preguntó de que marca y tipo deseaba, casi tenían todas. Me lo dijo como si se tratara de galletas o bombones. Ahora sé que me estoy volviendo viejo: Le dije “déme cualquiera”. Pagué y salí rápido del establecimiento como si una máquina del tiempo me hubiera transportado a los 70s y la sangre se agolpara en la cara de súbito por una situación tan embarazosa como solicitar a una mujer desconocida algo tan íntimo como un jebe.

miércoles, 2 de julio de 2008

Dar y tener


Alguna vez, en busca de una frase que resumiera -como hace el relámpago con la luz- la vida sabia, me topé con tres palabras muy simples y modestas. Eran el título de un libro de poemas: “Dare e avere”, título que fácilmente podemos trasladar al castellano como “Dar y tener. He allí la suma del vivir bien, del existir con sabiduría. Su autor, un poeta sabio, un humanista de estos tiempos deshumanizados y deshumanizantes : Salvatore Quasimodo.
Que sea italiano, como Eugenio Montale, que en medio del fragor de la guerra, y de la peste del fascismo, pudo encontrar para la poesía un lugar entre el olor de los limones y el esplendor solar; o como Giuseppe Ungaretti, que escribió inigualables versos de solidaridad humana, no me asombra. Así son , por lo general, los italianos: malos soldados -para desgracia de cerdos como Mussolini- pero buenos hombres , amantes y esposos.
¿Y a cuento de qué viene todo esto? A que recordaba también la historia de una masacre nazi en la plaza de una pequeña ciudad italiana, masacre de la que fue testigo una niña que treinta años más tarde sería mi “profesorezza” en el Istituto Italiano di Cultura. En las palabras de la madura, pero bella Carla ( hablaremos en otra ocasión de la belleza otoñal de las italianas) no percibí odio contra los alemanes que vestían el uniforme del Tercer Reich, sino una sobria repugnancia hacia los bárbaros. Es lo que en medio de una hermosa afirmación por la vida, volví a percibir en la “Vita e bella”, el extraordinario filme de Roberto Begnini.
Por eso no me asombra que el querido Quasimodo haya escrito “Dare e avere”. Para ser medianamente feliz, que es la única forma posible de ser feliz, hay que saber dar , y es aquí donde entramos a los territorios de la generosidad, la solidaridad, la compasión.
Dar, sin embargo, se ha ido convirtiendo en el verbo de la utopía. Tener, poseer, acaparar, ambicionar, despojar son verbos de mayor vigencia gracias al virus del exitismo , que como una influenza del alma arrasa con los más jóvenes. Lo veo en mis hijos mayores y en sus amigos que piensan que la solidaridad solo es compatible con los Traperos de Emaús o las hermanitas de la caridad.
Pero toda vida, para ser equilibrada, productiva y digna, debe procurar, asimismo, satisfacciones personales. Dar, pero también tener, poseer los buenos bienes de la tierra: una mujer de cálidas piernas, hijos que crezcan como álamos, un seco de cordero con la vieja receta familiar (donde no debe faltar la naranja agria) , y los libros que amamos. Alguien dirá y qué de la casa campestre o la de playa, y qué de eso que llaman poder.
Bueno, uno puede tener todo aquello, siempre y cuando conozca los límites de cada cosa, porque como dicen, no los italianos, sino los chinos: un hombre puede poseer diez mil acres, pero duerme en una cama de dos metros. Y agregaría: y se duerme para siempre, en otra de similar medida.