A julio de 2008 la cifra de muertos en accidentes en las carreteras del Perú, en lo que va del año, es aterradora: Cuatrocientos. Son cuatrocientas vidas cortadas de raíz, cuatrocientas familias sumidas en el más intenso dolor. La acumulación de esta montaña de muertos se ha producido durante el programa gubernamental, a cargo del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, llamado “Tolerancia Cero”. Obviamente, la intolerancia del Gobierno no ha sido tal, y la permisividad e indolencia de los burócratas del sector Transportes no puede ocultarse. Se trata de una burocracia añeja, superstite de todos los regímenes y que al parecer ha logrado neutralizar las buenas intenciones y la capacidad de una ministra capaz como Verónica Zavala. Pero el primer error de Zavala no fue deshacerse –si es que podía hacerlo- de una burocracia corrompida, sino asumir para su cartera toda la responsabilidad en un tema tan complejo como el transporte terrestre de pasajeros. Una burocracia más corrompida y más añeja, más diabla, como la del Ministerio del Interior se lavó las manos desde el inicio del mencionado programa, sabiendo que de la policía depende en sustantiva medida el control de carreteras. Hoy la prensa y la oposición piden la cabeza de la ministra.
El asunto tiene múltiples aristas. Nadie ha reparado que Lima, por ejemplo, que tiene unos juegos de agua en el Campo de Marte, que son un sueño, no posee algo elemental para una gran capital como la nuestra cuya población ya bordea los ocho millones de habitantes. Lima no tiene un solo terrapuerto y necesitaría, por lo menos tres. Cada gran empresa tiene el suyo y controla, como le da la gana, aspectos importantísimos como la identificación de los pasajeros, operación de la que depende la seguridad de los transportados. Algunas empresas lo hacen correctamente, otras deficientemente, y las que no tienen terrapuerto, pues no hacen nada. Para colmo existen paraderos informales como el célebre “Paradero de Fiori” donde nadie garantiza nada.
Un común denominador parece ser una práctica de la mayoría de las empresas, grandes o chicas, formales e informales: creen que los chóferes son máquinas y no requieren humano descanso. Por otro lado, que se sepa, no hay una evaluación profesional de los hombres que van a conducir un vehículo por 10,12 horas, recorriendo cien o mil kilómetros y, lo más importante, con una carga humana donde no faltan ancianos o niños. He repetido dos veces, adrede el adjetivo “humano” porque lo que hay aquí es una pavorosa inhumanidad. A quienes manejan estos negocios de transporte, y a quienes, a nombre del Estado, les corresponde controlarlos y fiscalizarles, pareciera no importarles la vida humana.
El Alcalde de Lima ha debido empezar, no por obras como sus juegos de agua, sino por terrapuertos. Pero, claro, su lógica es extraña y por eso, hoy no funciona siquiera el sistema de revisiones técnicas, que es un factor de singular importancia en el problema de los gravísimos y casi diarios accidentes en las carreteras. Pero como el Perú es un país de gente despistada, por decir lo menos, el burgomaestre limeño ostenta casi un record de popularidad.
Tres terrapuertos en la ciudad capital – en las entradas norte, centro y sur- no solo ordenarían el tránsito y harían más cómoda la vida de los pasajeros, sino que permitirían, si las cosas se hacen como se debe –es decir como en un país ordenado-un efectivo control sobre los operadores de transporte, como ocurre en los aeropuertos. Si un concesionario -y no la corrompida e inútil burocracia estatal peruana- se ocupa de controlar in situ aspectos como el cumplimientos de normas emitidas por “Tolerancia Cero” y no permiso para partir a un bus sin cinturones de seguridad, con un chofer cansado, con deficiencias mecánicas o incompleto equipo auxiliar, nos ahorraríamos muchas muertes. Incluso las revisiones técnicas a los vehículos se harían en un local anexo y serían frecuentes. Incluso se revisaría también a los conductores, alguno de los cuales son gente anormal, sicópatas. Y habría por cierto oportunidad para negocios como restaurantes, cines, spas, empresas serias de taxis, ect., lo que significaría una merecida comodidad para tantos sufridos pasajeros peruanos, y además una legítima muestra de orgullo ante visitantes extranjeros, que ahora se pretende asombrar en nuestros disneyescos jueguitos acuáticos.
Ya es tiempo de decirlo basta a la muerte, y también a la estupidez y la corrupción, encarnadas en políticos criollísimos que solo buscan asombrar con costosas y faraónicas obras, mientras descuidan lo elemental. Y todo para seguir en el poder.
El asunto tiene múltiples aristas. Nadie ha reparado que Lima, por ejemplo, que tiene unos juegos de agua en el Campo de Marte, que son un sueño, no posee algo elemental para una gran capital como la nuestra cuya población ya bordea los ocho millones de habitantes. Lima no tiene un solo terrapuerto y necesitaría, por lo menos tres. Cada gran empresa tiene el suyo y controla, como le da la gana, aspectos importantísimos como la identificación de los pasajeros, operación de la que depende la seguridad de los transportados. Algunas empresas lo hacen correctamente, otras deficientemente, y las que no tienen terrapuerto, pues no hacen nada. Para colmo existen paraderos informales como el célebre “Paradero de Fiori” donde nadie garantiza nada.
Un común denominador parece ser una práctica de la mayoría de las empresas, grandes o chicas, formales e informales: creen que los chóferes son máquinas y no requieren humano descanso. Por otro lado, que se sepa, no hay una evaluación profesional de los hombres que van a conducir un vehículo por 10,12 horas, recorriendo cien o mil kilómetros y, lo más importante, con una carga humana donde no faltan ancianos o niños. He repetido dos veces, adrede el adjetivo “humano” porque lo que hay aquí es una pavorosa inhumanidad. A quienes manejan estos negocios de transporte, y a quienes, a nombre del Estado, les corresponde controlarlos y fiscalizarles, pareciera no importarles la vida humana.
El Alcalde de Lima ha debido empezar, no por obras como sus juegos de agua, sino por terrapuertos. Pero, claro, su lógica es extraña y por eso, hoy no funciona siquiera el sistema de revisiones técnicas, que es un factor de singular importancia en el problema de los gravísimos y casi diarios accidentes en las carreteras. Pero como el Perú es un país de gente despistada, por decir lo menos, el burgomaestre limeño ostenta casi un record de popularidad.
Tres terrapuertos en la ciudad capital – en las entradas norte, centro y sur- no solo ordenarían el tránsito y harían más cómoda la vida de los pasajeros, sino que permitirían, si las cosas se hacen como se debe –es decir como en un país ordenado-un efectivo control sobre los operadores de transporte, como ocurre en los aeropuertos. Si un concesionario -y no la corrompida e inútil burocracia estatal peruana- se ocupa de controlar in situ aspectos como el cumplimientos de normas emitidas por “Tolerancia Cero” y no permiso para partir a un bus sin cinturones de seguridad, con un chofer cansado, con deficiencias mecánicas o incompleto equipo auxiliar, nos ahorraríamos muchas muertes. Incluso las revisiones técnicas a los vehículos se harían en un local anexo y serían frecuentes. Incluso se revisaría también a los conductores, alguno de los cuales son gente anormal, sicópatas. Y habría por cierto oportunidad para negocios como restaurantes, cines, spas, empresas serias de taxis, ect., lo que significaría una merecida comodidad para tantos sufridos pasajeros peruanos, y además una legítima muestra de orgullo ante visitantes extranjeros, que ahora se pretende asombrar en nuestros disneyescos jueguitos acuáticos.
Ya es tiempo de decirlo basta a la muerte, y también a la estupidez y la corrupción, encarnadas en políticos criollísimos que solo buscan asombrar con costosas y faraónicas obras, mientras descuidan lo elemental. Y todo para seguir en el poder.