miércoles, 21 de enero de 2009

La dieta de la alegría


Los intelectuales padecemos a menudo de obesidad de información. Tragamos desmedidamente datos. Antes lo hacíamos a través de la tradicional ingesta libraria y hoy con el auxilio de ese monstruo de dos caras que es el Internet. A veces la Red funciona como una suerte de gigantesco restaurante de fase food : ofrece en encantadores envases información que no nutre ni intelectual ni espiritualmente, y que a veces suele llevarnos a cometer grandes errores o a confirmar y desarrollar algunas conductas patológicas.
Me enteré de una de estas últimas a través de un programa de televisión que co-dirige un antiguo condiscípulo, el notable actor peruano Gian Franco Brero. Se refirieron en 3G (así se llama el programa) a la ortorexia y la definieron en términos gruesos. Lector y navegante compulsivo como soy, me dirijí a Google para indagar por el significado, in extenso, del terminajo.Descubrí que mi conducta desde hace dos años es abiertamente ortoréxica. El texto que leí, que parecía muy serio, no dejaba lugar para la duda.
Efectivamente, desde que el año 2006 –el peor año de mi vida-, año en que me detectaron unos pólipos benignos en el estómago, en que se me reventó una úlcera duodenal, cuya existencia desconocía, y que rodé por unas escaleras y estrellé mi cráneo contra el implacable concreto, no sólo me he preocupado por recuperar peso, sino , igualmente por huir del temible colesterol y síntomas como los mareos. Es decir recuperar peso, evitando las grasas malas y, de paso hallando de una forma nunca bien entendida, la fórmula para alimentarse de modo sano, entera y radicalmente sano.
Demás esta decir que esta obsesión me llevaba a evitar carnes rojas, chocolates con leche, la propia leche y todo aquello que podría constituir un carcinógeno o el disparador de un infarto. Las lecturas frecuentes en Internet de temas relacionados con nutrición y prevención de enfermedades me llevaban a hallazgos que colocaban varios rubros de alimentos en la sección “prohibidos” e, igualmente a hallazgos que me convertían en devoto de otros alimentos y bebidas reputados como anticancerígenos, fuente de antioxidantes, polifenoles y antiocinaninas.
Conocí a respetables amigos vegetarianos, y hasta estuve a punto de ingresar al club de Ghandi, pero me dije que lo mejor era comer más verduras y frutas sin dejar proteínas animales que no estaban en la lista de venenos a largo plazo. Y seguí comiendo pollo, cuy y pescados, especialmente los azules. Pecaba alguna que otra vez con lo que mi amigo Mito Tumi llama “bichos marinos”, varios de ellos cargadísimos de colesterol. Pero la pasión por los mariscos es una pasión aunque suicida, irrefrenable.
Pero después del programa que ví por televisión, se me descuadró todo el esquema ortoréxico. Me di cuenta que durante un largo tiempo había perseguido una utopía nutritiva, que no soy médico, que mejor que todo el Internet es el sentido común y el sentido de mi cuerpo. Respecto a esto último debo confesar que algo que igualmente me hizo recapacitar fue lo que me dijo alguna vez, hará unos 25 años, un médico naturista japonés, al que acudí con con una lumbalgia tremenda, producto, sobre todo, de un estrés evidente. El japonés sentenció: “Usted no está cansado: está cansado su cuerpo”. Era verdad. Solemos a veces dejar de pensar en nuestro cuerpo y solo movernos en el territorio de las ideas.
Y retomando el hilo: yo hacía, o creía hacer, todo lo correcto para alimentarme bien y evitar que más adelante llegue el cáncer o a la arterioresclerosis. Pero mi cuerpo carecía de una buena batería, lo comprobaba a menudo. Fatiga, cansancio sin grandes esfuerzos. Depresión que muchas veces podía fácilmente explicarse por vivir en el Perú, pero otras veces, no. Algo le pasaba a mi cuerpo.
En algunas ocasiones la dieta ideal debe esfumarse. Ello ocurre cuando muy de tarde en tarde asistimos a una reunión social o a un almuerzo de camaradería. Vienen, entonces, los bifes angostos con papas fritas, algo de provolone, chupe de camarones o un crepe suzette. Saqué en cuenta que me pasaban varias cosas. Me sentía un tanto culpable sacando la cuenta de la cantidad de grasas nefastas que había ingerido, y en el colmo de la obsesión, pensaba cuanto tendría en los días siguientes, que sacrificar por el exceso pasado. Cosa de locos.
Pero ocurría también que me daba cuenta de que después de haber devorado un trozo nada modesto de vaca me llenaba de energía, caminaba más rápido, levantaba la cabeza, la pila o batería estaba cargadita.
Para no hacerla más larga, en una de esas, me acordé que el Buda escuchó, mientras meditaba cerca de la orilla de un río, a un profesor de música y su discípulo sentados ambos en un botecillo. Aconsejaba el mentor: “No tiemples el arco que pueda romperse, ni lo aflojes al punto que quede flojo.” En un afán ajeno al patrioterismo consignaré lo que al uso solían sentenciar nuestras abuelas: “Ni mucho que queme al santo, ni poco que no lo alumbre”. ¡Eureka!
Démosle curso al bife angosto, al pastel con crema chantilly, al piscacho y al chicharrón, todo con moderación. Y sigamos con las frutas, cereales y verduras, que no han sido hechos por las puras. Y parafraseando a Ricardo Palma: En medio de todo eso, póngale satisfacción. Sin alegría de vivir, uno se muere con la mejor de las dietas.