A ratos la ciudad se convierte en una feria de espectáculos crueles. A ella asistimos con miedo, compasión o indiferencia. Uno de esos espectáculos lo brindan reales o ficticios ex drogadictos que premunidos de una canastita de caramelos de 10 céntimos asaltan las ventanas de los automóviles, ofreciendo su mercancía. Vender inocentes dulces, en vez de atracar, es su manera de probarnos, en estos tiempos de desempleo creciente, que su arrepentimiento es sincero e inobjetable.
No hay microbús o combis que no sea abordado en una ruta más o menos larga, por una decena de vendedores de dulces, lapiceros o ingeniosos artilugios de procedencia mayormente china. A ellos se suman uno o dos interpretes de música peruana o latinoamericana, jóvenes o infantes, enteros o mutilados. Para acopiar el precio de un menú de tres soles, o sea una comida diaria, deben abordar decenas de vehículos y repetir historias o canciones hasta el hartazgo.
Algunas veces he observado con detenimiento a estas personas que repiten textos o tonadas con la mirada perdida, como insólitos aparatos reproductores de sonido con apariencia humana. Eso sucede mayormente en el viaje de regreso, por las noches, cuando el agotamiento no solo es del chofer y los pasajeros, sino de estos infelices que ya han perdido conciencia de todo y simplemente se dejan llevar por una suerte de piloto automático.
En algunos cruces de avenidas nos esperan pequeños malabaristas y hasta adolescentes tragasables y botafuegos. Ya no saben qué hacer para asombrar al pasajero, y ganarse la vida . Ahora compiten con los circos, que como los viejos cines han entrado en decadencia. No asombraría ver uno de estos días a un desarrapado haciendo atravesar un aro a un león desdentado al final de la Vía Expresa. Cosa de locos.
Pero los potenciales compradores o colaboradores, ya curtidos por tantos timos urbanos, o simplemente aburridos por la sobreoferta de mendicidad imaginativa, se muestran a menudo reacios a comprar o colaborar. Más aquellos que en otros tiempos hubieran articulado una respuesta violenta y antisocial, como un escupitajo en el parabrisas, o una rayadura en la carrocería, se retiran con la serenidad de un Gandhi. Pienso que quien tiene que acallar de esta forma el rencor, en realidad no hace otra cosa que madurar dentro de sí una rabia más grande, y de pronóstico reservado.
Otro espectáculo impío es el de esas jovencitas que probablemente han concluido carreras de computación o de enfermería y que, en minifalda, tienen que anunciar menús en medio de la acera, expuestas a todo. Chicas con atributos físicos más contundentes atienden en cafés frecuentados por caballeros mayores que juegan al Casanova instantáneo.
Los dueños de pequeños establecimientos comerciales son por lo general gente endurecida por una competencia despiadada. No se trata en el fondo de vender más, sino de sobrevivir, con lo que termina borrándose la siempre precaria frontera entre la economía de mercado y la economía de la jungla. Mientras más pequeño es el negocio, más pequeño es el corazón del propietario. El que trabaja en un gran almacén no siente la explotación como el que labora en un cafetín o en un pequeño bazar. Los pequeños comerciantes tratan de obtener de la mano de obra el máximo de provecho, sin detenerse en consideraciones de ningún tipo. Por eso esas muchachitas son obligadas a acosar a los viandantes.
Son espectáculos tristes de esta Lima cada vez más horrible.
No hay microbús o combis que no sea abordado en una ruta más o menos larga, por una decena de vendedores de dulces, lapiceros o ingeniosos artilugios de procedencia mayormente china. A ellos se suman uno o dos interpretes de música peruana o latinoamericana, jóvenes o infantes, enteros o mutilados. Para acopiar el precio de un menú de tres soles, o sea una comida diaria, deben abordar decenas de vehículos y repetir historias o canciones hasta el hartazgo.
Algunas veces he observado con detenimiento a estas personas que repiten textos o tonadas con la mirada perdida, como insólitos aparatos reproductores de sonido con apariencia humana. Eso sucede mayormente en el viaje de regreso, por las noches, cuando el agotamiento no solo es del chofer y los pasajeros, sino de estos infelices que ya han perdido conciencia de todo y simplemente se dejan llevar por una suerte de piloto automático.
En algunos cruces de avenidas nos esperan pequeños malabaristas y hasta adolescentes tragasables y botafuegos. Ya no saben qué hacer para asombrar al pasajero, y ganarse la vida . Ahora compiten con los circos, que como los viejos cines han entrado en decadencia. No asombraría ver uno de estos días a un desarrapado haciendo atravesar un aro a un león desdentado al final de la Vía Expresa. Cosa de locos.
Pero los potenciales compradores o colaboradores, ya curtidos por tantos timos urbanos, o simplemente aburridos por la sobreoferta de mendicidad imaginativa, se muestran a menudo reacios a comprar o colaborar. Más aquellos que en otros tiempos hubieran articulado una respuesta violenta y antisocial, como un escupitajo en el parabrisas, o una rayadura en la carrocería, se retiran con la serenidad de un Gandhi. Pienso que quien tiene que acallar de esta forma el rencor, en realidad no hace otra cosa que madurar dentro de sí una rabia más grande, y de pronóstico reservado.
Otro espectáculo impío es el de esas jovencitas que probablemente han concluido carreras de computación o de enfermería y que, en minifalda, tienen que anunciar menús en medio de la acera, expuestas a todo. Chicas con atributos físicos más contundentes atienden en cafés frecuentados por caballeros mayores que juegan al Casanova instantáneo.
Los dueños de pequeños establecimientos comerciales son por lo general gente endurecida por una competencia despiadada. No se trata en el fondo de vender más, sino de sobrevivir, con lo que termina borrándose la siempre precaria frontera entre la economía de mercado y la economía de la jungla. Mientras más pequeño es el negocio, más pequeño es el corazón del propietario. El que trabaja en un gran almacén no siente la explotación como el que labora en un cafetín o en un pequeño bazar. Los pequeños comerciantes tratan de obtener de la mano de obra el máximo de provecho, sin detenerse en consideraciones de ningún tipo. Por eso esas muchachitas son obligadas a acosar a los viandantes.
Son espectáculos tristes de esta Lima cada vez más horrible.
*Foto tomada del Blog "Rómpete el ojo"
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