sábado, 19 de julio de 2008

¡Jebes, ,jebes!


La cultura sexual, todo aquello relativo al sexo, ha experimentado cambios extraordinarios en los últimos 40 años. Aquí y en la Cochinchina, como solían decir nuestros abuelos. Para mí lo que mejor ilustra esta aparatosa transformación de la vida y costumbres sexuales de las últimas décadas es la salida de las catacumbas del popular condón. Recuerdo con absoluta nitidez que siendo un mozalbete de 18 años, allá por 1968, cuando uno se paseaba por las inmediaciones del Parque Universitario, más exactamente de la intersección de la avenida La Colmena y el jirón Azángaro, individuos con sospechoso aspecto de gente al filo de la legalidad, le abordaba a uno y en voz baja le mostraban sobre la palma de la mano, muy solapadamente, casi con ademanes de agente secreto, una cajita de color encendido , al tiempo que anunciaban, con inconfundible acento de los bajos fondos: ¡jebes, jebes!. Era oportunidad pintada de adquirir ese adminículo que una todavía modesta información escolar nos decía que era capaz de protegernos de las enfermedades venéreas, pero sobre todo de la posibilidad de embarazar a una chica. Pero como en esos tiempos de colegios exclusivos para varones y exclusivos para mujeres, no existían condiciones como las actuales para la interacción fluida entre los géneros, eran raros e infrecuentes las relaciones sexuales pre matrimoniales entre enamorados. Rarísimas. Pero uno compraba los profilácticos, que venían de contrabando y eran vendidos de modo clandestino, casi como adquirir una droga, con ese encanto de lo prohibido. Uno podía alardear con la posesión de una de esas cajitas, mostrarlas a los amigos, que daban por sentado que su uso en un futuro inmediato era obvio. Pero no lo era y la cajita con los 3 consabidos jebes terminaba por ajarse, cuartearse, romperse, arruinarse. En algunos casos uno se los regalaba al primo mayor, que ya frecuentaba prostíbulos, para que el condón cumpliera su destino manifiesto. En otros casos los inflaba para jugar una broma a la vecina: los pegaba en su puerta. O simplemente los lanzaba a la acera.
Lo curioso es que cuando uno empezaba a visitar prostíbulos ya no usaba condones. Se había olvidado de todas las recomendaciones del pacato instructor del colegio, y jugaba un poco a la ruleta rusa con los gonococos que por allí andaban.
En los 70s cuando a uno le urgía comprar un preservativo ingresaba a una botica. Si tenía suerte los dependientes era varones y era fácil comprar. Pero a veces el personal era mixto y una señorita lo encaraba a uno, que había estado haciendo tiempo mirando las musarañas: “Y usted que desea, joven”. Y uno se chupaba y contestaba que estaba esperando a un empleado de sexo masculino para hacerle una consulta. “¿Qué consulta?” “Una consulta privada”. A veces la muchacha sonreía, o simplemente dejaba las cosas como estaban.
Como todos los peruanos de mi generación he usado el condón muchas veces, lo que ha tenido un efecto demográfico considerable. Solo recuerdo que una vez en los 80s –y me disculparán los lectores por lo sórdido de la anécdota- me ocurrió un accidente: al terminar la sesión amatoria el profiláctico había desaparecido como por arte de magia. Con la ocasional pareja que me acompañaba busqué por toda la habitación. Levantamos la ropa de cama, movimos el box spring, en cuclillas revisamos cada loseta del baño, hurgamos hasta en cajones, que nada tendrían que ver en este percance. Es cosa, del Diablo, coincidimos ella y yo, siempre el Cachudo esconde las cosas de forma tal que éstas nos están mirando y no nos damos cuenta. Pero pronto se nos agotó la paciencia y al Diablo con el Diablo. El condón no podía estar en otra parte que en lo más íntimo de la anatomía femenina. Me convertí por unos minutos en un improvisado ginecólogo y al fin hallé el escurridizo preservativo. Lo alcé triunfante frente a la chica, que indignada me espetó: ¡Idiota¡. Gajes del oficio.
Hace poco, en el nuevo siglo fui a comprar un profiláctico al “market” de una estación de gasolina, que allí también los venden y de muchas marcas, colores, sabores y características de lo más graciosas. La joven que atendía me preguntó de que marca y tipo deseaba, casi tenían todas. Me lo dijo como si se tratara de galletas o bombones. Ahora sé que me estoy volviendo viejo: Le dije “déme cualquiera”. Pagué y salí rápido del establecimiento como si una máquina del tiempo me hubiera transportado a los 70s y la sangre se agolpara en la cara de súbito por una situación tan embarazosa como solicitar a una mujer desconocida algo tan íntimo como un jebe.

No hay comentarios: